Memento mori
- Jeff Ruiz Rave
- 14 sept 2011
- 4 Min. de lectura
Manizales
Cementerio San Esteban
9 de septiembre de 1979
Querida Amanda,
Si no fuera porque no tengo signos vitales desde hace ya varios meses, te diría que me muero por saber de ti. En el camposanto los días transcurren lentamente, aburridos, sin que ocurra casi nada interesante. Mientras veo cómo mi cuerpo se descompone, me obligo a tomar un poco de sol en las mañanas con la esperanza de conseguir algo de color (todavía no me habitúo a la palidez espectral). Ahora me arrepiento de haber ignorado todos tus tips de bronceo y no haber comido suficiente zanahoria, como tanto me aconsejabas. Aparte de eso, a veces paso tardes enteras contando las moscas que rodean las calaveras de mis ahora coterráneos, haciendo circulitos con el dedo sobre mi lápida o jugando al poltergeist con los parapsicólogos que vienen de visita. Pero la mayor parte del tiempo me aburro indeciblemente. De haber sabido de qué iba el asunto, habría empacado un juego de naipes o un dominó. Tal vez también un poco de perfume (sabes cómo son las cosas).
La última vez que viniste rodeaste mi sepultura y le diste una mirada a mis vecinos. ¿Recuerdas a Irene, la mujer de mi derecha (1880 – 1940)? Finalmente fue exhumada. La pobre estaba hecha polvo de tanta vida eterna. Según comentan, llevaba tanto tiempo aquí que era capaz de recordar las fechas de todos nuestros decesos. Ya ves el tipo de pasatiempos a los que terminamos condenados. Como sea. Su exhumación ha sido lo más excitante que ha ocurrido en semanas. Todos salimos de nuestras tumbas para presenciar el espectáculo y debatir sobre la calidad del servicio funerario, que a algunos nos dejó mucho que desear. A otros (bastante más disgustados) el procedimiento les pareció rotundamente fatal. La verdad es que la pobre Irene, reunida toda ella en un pequeño montón de huesos, fue arrojada descuidadamente, pedazo a pedazo, en una urna diminuta y ordinaria en la que cupo muy forzadamente. Sobre la marcha los funcionarios dejaron por fuera parte de su clavícula y una que otra falange, restos que con toda seguridad acabarán en el hocico de Parca, la rottweiler del vigilante del cementerio. Le encantamos.
Con todo, durante la exhumación nos la pasamos bien conversando sobre los semblantes de los descendientes y sus atenciones con la muerta. Mientras tanto, no sé por qué, me resultó inevitable no pensar en mi funeral. Desde aquel día (naturalmente) tengo el espíritu un poco enlutado y he perdido mi carácter vivaz. Debe ser en parte porque siempre soñé con un sepulcro amplio, de mármol blanco, al cual poder invitar a otros espíritus para pasar el rato y beber una que otra copa de ectoplasma. En lugar de eso obtuve escasamente un metro cuadrado de tierra, en el que a duras penas quepo yo. Y ni hablar de mi epitafio: “Amado hijo, esposo fiel, padre incondicional”. Maldito lugar común el que acabó encabezando mi tragedia. Pero no te culpo, sé que no pudo ser tu intención. ¿Fue obra de mi hermano Ernesto, verdad? Siempre se le dieron bien estas tonterías.
Hablando del funeral, lamento ese pequeño accidente. Nunca me disculpé. Quién diría que cuatro hombres fornidos no soportarían el cajón y mis 120 kilos. Dile al pequeño Daniel que no fue mi intención caerle encima. ¿Ya está mejor? Para ser franco, nunca me agradó del todo ese niño. ¿Qué hay de nuestra Sofía? ¿Vendrás pronto a visitarme con ella? Antier, durante la hora del almuerzo (el almuerzo de los gusanos, quiero decir), estaba conversando sobre ella con mi entrañable amigo Luciano, del mausoleo del frente, cuando me mostró una carta que le dejó discretamente su hija mayor. Al pobre, ya casi sin ojos, se le dificultaba enormemente descifrar las palabras, por lo que me pidió que la leyera en voz alta. La misiva resultó ser en realidad la factura de una compra de supermercado. Seguramente a la chica solo se le cayó del bolcillo. Desde luego, el ánimo de difunto se ensombreció cuando leí el listado de compras, en especial cuando le indiqué lo mucho que ha subido el precio de los lácteos y las frutas.
De cualquier manera, tras echarle tierra al bochornoso malentendido, vagamos apesadumbrados por el cementerio. Fue uno de esos días tristes que no levantan el ánimo, que hielan el corazón. Con el paso de los días, lejos de la vida, entre la añoranza y el paso muerto de las horas, no puedo menos que proferir lastimeros gemidos en la oscuridad y dejarme llevar por los vientos helados de la noche, como una hoja seca, dispuesto a espantar a caminantes e incautos por puro capricho. Si me vieras (tú, que no crees en fantasmas) darías un brinco segura de que soy un alma en pena. Y la verdad es que sí soy un alma en pena.
¿Cuándo volverás a visitarme? Espero que pronto, porque a medida que pasan los días mi cuerpo físico se va haciendo viscoso y extraño, casi insoportable a la vista, lo cual (lo acepto con vergüenza) repercute bastante mal en mi imagen propia y en el concepto que tengo de mí mismo, cosa desconsoladora para un espectro tan joven. De seguir así, y aunque no puedas verme, la próxima vez que vengas terminaré oculto tras un matorral, porque mientras más podrido, mi fantasma más se aparece a esos entes imprecisos y desenfocados que salen en los programas de misterio. Es bochornoso. ¿Será el famoso síndrome de estrés postmortem? He oído murmurar mucho sobre él durante mis paseos matutinos por las bóvedas y criptas. No sé qué pensar. Un mes pudriéndome a este ritmo y pasaré de ser un fantasma de apariencia más o menos decente, a convertirme directamente en una mancha negruzca en el suelo. A menudo pienso que quizá contigo aquí las cosas irían mejor. Después de todo, nuestra Sofía ya está grande y en breve podrá cuidar de sí misma. ¿No te parece? Tampoco me olvido que poco antes de marcharme te quejabas intensamente de tu úlcera. En fin.
Deseoso de verte pronto, René.
P.D.: ¿Ya tienes los resultados de mi necropsia? Me corroe la curiosidad.
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